Observatorio

¿Estamos preparados para la supertormenta solar?

Hasta cierto nivel, existen medidas preventivas para proteger redes y equipos eléctricos e informáticos. Pero las defensas flaquean si estalla una Big One.

Juan Pablo Zurdo
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Cuando se debate sobre tormentas solares geomagnéticas suele citarse el famoso evento de 1859, cuya categoría fue bautizada con el apellido del científico que la descubrió, Carrington. Es la más intensa registrada y el mundo tuvo la fortuna de no estar demasiado desarrollado. Anuló las redes de telégrafo, fundió aparatos eléctricos y las nórdicas auroras boreales pudieron verse incluso en Granada. 

¿Qué efectos tendría hoy una tormenta Carrington? Nuestra fortaleza tecnológica sería nuestra principal debilidad ya que anularía, al menos en parte, las redes eléctricas, de comunicación e informáticas de las que todo depende. Algunos estudios calculan que podría afectar de inmediato a dos de cada tres estadounidenses y costar cerca de 40.000 millones de dólares diarios solo en ese país. El golpe psicológico, social y material en cadena de valor es difícil de imaginar. Hablamos de un impacto súbito: las tormentas proyectan sus efectos de uno a tres días.

El gran dilema es puramente estadístico: la frecuencia de las tormentas extremas y en este sentido no hay consenso científico. En los últimos años hemos sido más conscientes de los efectos de las tormentas solares. La de 1989 causó nueve horas de apagón en Quebec y la de 2003 produjo fallos en los transformadores sudafricanos y en una central nuclear sueca. En 2012, las agencias registraron otra especialmente intensa, por suerte en la cara solar de espaldas a la Tierra. Ninguna hasta ahora se parece a la Carrington. Algunos investigadores sostienen que hay que remontarse al año 775 para tener vestigios de una tormenta más agresiva. Hay estudios que hablan de periodos cortos, de apenas siglos, mientras que para otros estos eventos se demoran uno o varios milenios de media. Lo que nadie puede precisar es en qué punto de esa línea temporal nos encontramos.

Este nicho de conocimiento es reciente. Solo a partir de 2009 un telescopio espacial ha permitido investigar otras estrellas para profundizar la comprensión del fenómeno. También queda mucho por averiguar sobre la relación entre la fluctuante actividad solar y los continuos cambios climáticos del planeta, incluido el presente. Pero sea un siglo o un milenio para un nuevo Carrington, hablamos de un plazo mínimo en términos cósmicos, incluso a escala temporal humana. De ahí las voces que reclaman una gran estrategia preventiva, sin caer en el catastrofismo pero sin obviar una amenaza del todo realista.

Uno de los avances más notables tiene que ver con los modelos informáticos que predicen las tormentas con unas horas de anticipación, para poner en marcha protocolos de seguridad. La Inteligencia Artificial aporta un prometedor potencial por esa vía. Algunas agencias difunden decálogos de protección dirigidos a los ciudadanos pero extrapolables en algunos aspectos a las empresas y sus planes de contingencia: desde las clásicas medidas de supervivencia como acopio de suministros y sistemas energéticos de respaldo, a mantener redes de ayuda comunitaria, multiplicar los soportes de datos o resguardar los dispositivos en jaulas de Faraday o envoltorios  anti-electromagnéticos.

Las voces más concienciadas reclaman un plan global que blinde las redes. Aquí señalan puntos flacos como la vulnerabilidad de los microprocesadores o de los transformadores de alta tensión. Más aún en un mundo que tiende a electrificarse. Recuerdan, por ejemplo, que la producción de transformadores está demasiado localizada y es lenta, con plazos de dos a tres años entre el pedido y la entrega de una de estas infraestructuras críticas.  

Como ocurre contra el cambio climático, estos científicos piden incluir los eventos Carrington en la estrategia preventiva planetaria, con normativas que obliguen a empresas y gobiernos a investigar y diseñar soluciones para redes mucho más resilientes, por ejemplo con infraestructuras locales e independientes de generación eléctrica o sistemas de alerta temprana para desconectar los transformadores. Exponen un argumento difícilmente rebatible: por muy caras que parezcan esas inyecciones de fondos públicos y privados, son calderilla comparadas con la factura de una tormenta como aquella de 1859.

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