Hasta que no empieza a escasear o dispara su precio, no se suele comprobar en toda su dimensión la necesidad de energía para mover el mundo de forma eficiente y asequible. Vivimos la transición de la era del petróleo hacia una electrificación creciente y preferiblemente renovable, aunque la generación convencional también avanza en mercados enormes como los asiáticos, con todas las limitaciones que esto implica en intermitencia y necesidad de almacenamiento masivo en baterías. Un escenario que se complica con el aumento de la demanda energética global en un 50% durante las próximas tres décadas, de acuerdo con la EIA.
Desarrollar todos los sistemas y fuentes de generación posibles es uno de los grandes desafíos tecnológicos del futuro inmediato. De hecho, la larga lista de proyectos de I+D con ese objetivo sugiere que, aunque no se encuentre una panacea, la combinación de diferentes alternativas podría prometer a medio o largo plazo un efecto notable. Entre las tecnologías operativas y en proceso de maduración, destacan algunas renovables como una maremotriz, cada vez más productiva, con turbinas que montan aspas de más de 20 metros. A cambio de la dificultad de instalación submarina, aprovechan corrientes constantes, sin la intermitencia que lastra a la eólica. La generación undimotriz y su centenar de plantas experimentales o comerciales cuentan con esa misma ventaja en el movimiento de las olas.
También avanzan nuevos sistemas de operación renovable para reducir la dependencia meteorológica, por ejemplo miniturbinas elevadas mediante globos aerostáticos a varios kilómetros para alcanzar vientos mucho mas potentes que los de superficie. Se suman otras fuentes conocidas con aplicaciones emergentes, desde la geotermia de perforación profunda casi en cualquier punto del globo, a la osmosis, ya industrializada en desalación marina, que mueve turbinas mediante las corrientes generadas entre tanques de agua salada y dulce, con al menos dos plantas operativas en Europa y otra en construcción. También la transformación en electricidad de la energía mecánica al precipitar grandes pesos como bloques de hormigón sujetos por grúas —el mismo principio que la hidroeléctrica por bombeo, pero sin límites de ubicación—; además de la energía cinética de rodaduras o pisadas, por ejemplo en el proyecto de una plaza barcelonesa o el suelo de algunas discotecas en Japón y Países Bajos.
Otras investigaciones podrían añadir al mix fuentes de generación inauditas, siempre que superen la enorme barrera de la producción industrial porque aún están en sus fases iniciales. Algunos institutos tecnológicos trabajan la generación eléctrica de las hojas al moverse y rozarse entre sí o con otras hojas sintéticas, lo que en su versión ideal podría convertir un bosque o un jardín en una instalación generadora. Otros desarrollos procesan los electrones producidos durante la fotosíntesis.
El fenómeno de la triboelectricidad -cuando se eriza el pelo por frotamiento o se recibe una descarga al rozar un picaporte- se aprovecha en la caída de copos de nieve sobre una superficie de silicona, mientras otros experimentos obtienen energía del impacto de la lluvia -China ya ha fabricado un generador- o el movimiento del viento y del cuerpo. Por su parte, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) ensaya la capacidad de captar electricidad desde las señales WIFI, que por lo tanto podría ser ubicua, al menos en las ciudades, y a partir de nanotubos de carbono en un solvente orgánico.
Hablamos de cantidades mínimas de electricidad, pero parten de materiales abundantes y su desarrollo óptimo podría contribuir a una nueva generación de dispositivos del Internet de las Cosas (IoT), sensores, micro-robots o procesadores sin silicio, aplicables a casi cualquier objeto y más fáciles de miniaturizar al liberarse de las actuales baterías. A esa escuela de aprovechar fenómenos naturales, potencialmente masiva por agregación, se apuntan bacterias e hilos de proteínas capaces de generar energía a partir de la humedad del aire. O que emplean un tinte producido por bacterias Escherichia Coli combinado con grafeno en un nuevo tipo de placas solares que trabajarían incluso en zonas con muy baja radiación. Las bacterias se confirman como aliados, al menos en Francia, donde ensayan la bioluminiscencia de la Aliivibrio fischeri para iluminar calles, como si las farolas fuesen enormes luciérnagas.