Hablar del futuro de la nueva economía ciñéndose solo a la digitalización resulta incompleto. La industria siempre será un sector físico que procesa materiales para producir objetos. A la desmaterialización de una parte de la economía hay que añadir otra evolución paralela con menos focos, pero con enorme potencial transformador: la ciencia de los nuevos materiales, tanto concebidos desde cero en los laboratorios como ya existentes pero con cualidades mejoradas mediante su manipulación a escala nano.
Algunos ya se producen industrialmente, como los composites, que mezclan metales con carbono para fortalecer y aligerar los materiales empleados en automoción y aeronáutica. Otros están cerca de ese nivel productivo. Ya existen pinturas, polímeros, asfaltos u hormigones que se autorreparan restañando roces o grietas con microcápsulas o microcapilares que liberan el material de relleno. El salto es llegar a regenerar estructuras más profundas en fuselajes, piezas de coche o edificios. Otros aún no pasan de proyecciones a décadas vista, con una producción comercial solo teórica.
Lo importante es la tendencia: quizás algunos de los que hoy se investigan no terminen de cuajar, pero el I+D avanza para desatar corsés como la dependencia de materias primas estratégicas cada vez más escasas o las características físicas de las materias tradicionales, que dentro de unos años se verán tan primitivas como el cemento de toda la vida comparado con la pasta de hormigón para impresión 3D. En todo caso, sería sensato que las empresas manufactureras estuviesen atentas a la evolución tecnológica de los materiales en su sector para aprovechar esas ventajas competitivas.
Entre las grandes promesas figura el grafeno, cuyo descubrimiento mereció un Nobel. Es una variedad de carbono puro ultraligero, ultrarresistente, ultrafino, ultraflexible, superconductor y superversátil, para fabricar desde un cuadro de bicicleta de 350 gramos a componentes electrónicos, pieles sintéticas de prótesis con capacidad sensitiva o un nuevo paradigma de baterías y circuitos mucho más capaces e independientes del litio o el platino. Aún no pasa de promesa por la dificultad de producirlo barato, aunque desde hace años se ensayan procesos que pretenden reducir ese coste hasta 100 veces.
Los laboratorios conectados con las necesidades industriales a corto plazo desarrollan espumas metálicas y aerogeles con una capacidad de aislamiento inédita porque son casi solo aire, bioplásticos a partir de celulosa de patata, maíz, cáscara de coco o zanahoria o papel fabricado con hierva y no con árboles. Hoy hay marcas de automoción que quieren que los interiores de sus coches sean biodegradables y petroleras investigando la creación de plástico a partir de CO2 capturado para descarbonizar y aportar alternativas al sintetizado del petróleo.
Las virtudes de las materias naturales pueden aplicarse en cerámicas capaces de autolimpiarse por su contenido de cáscara de caracol, tejidos con hoja de loto que repelen el agua, estructuras que imitan la piel de tiburón para dificultar la acumulación de bacterias en entornos hospitalarios, shrilk de cutículas de insectos más resistente y ligero que el aluminio, muskin extraído del hongo Fomitiporia ellipsoideus con un tacto similar a la gamuza, o cemento biológico que generan algunos microorganismos inyectados en arena con agua.
Con las tarifas eléctricas disparadas, problemas de suministro derivados de la crisis energética y parones de la industria electrointensiva porque no sale a cuenta enchufar las máquinas, seguramente crezca el interés en nuevos materiales termoeléctricos que ayudan a convertir el calor de un motor en electricidad, cristales que generan energía fotovoltaica, cementos que absorben e irradian energía lumínica o superconductores para un salto de escala en la eficiencia y el almacenamiento, por ejemplo mediante baterías de flujo.
Algunas proyecciones de momento van poco más allá de lo teórico, como el estaneno, su estructura de panal y el grosor de un átomo de estaño. Es decir, es bidimensional, y podría aportar superconductividad eléctrica sin generar calor para fabricar circuitos y ordenadores mucho más rápidos y pequeños.
Ya hay quien cree que la próxima revolución tecnológica se acabará llamando la era de los nuevos materiales. No sería extraño. Continuaría la tradición de épocas históricas definidas por su materia clave, como la edad de la piedra, de bronce, de hierro, del petróleo o incluso el plástico, como proponen algunos científicos para la presente. Y no sería raro a juzgar por el potencial futurista, casi inconcebible, de la nanotecnología aplicada a metamateriales en teoría capaces de hacer casi invisibles algunos objetos, desde muros a equipamiento militar, al curvar la luz a su alrededor.