Observatorio

En busca de las baterías revolucionarias

La sustitución de las fuentes fósiles por otras renovables depende de lograr un almacenamiento en baterías mucho más capaces y versátiles.

Juan Pablo Zurdo
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Un modelo renovable depende del almacenamiento de energía. Según explica la Asociación Española del Hidrógeno, la intermitencia del sol y el viento puede compensarse con el respaldo de otras fuentes como el gas. Pero, a partir de un cierto grado de implantación será imprescindible gestionar los picos de demanda y almacenar energía en cantidades ingentes entre los meses excedentarios y los deficitarios. La tecnología de almacenamiento puede ser la lanzadera o la barrera para cumplir los objetivos de descarbonización. De ahí que desarrollar baterías supercapaces y baratas sea uno de los grandes retos tecnológicos del futuro inmediato.

La necesidad de almacenar alcanza tal calibre que a esas baterías idílicas se sumarán  otros sistemas de generación y almacenamiento que sumen gigavatios, como la energía solar térmica de concentración o la hidráulica de bombeo. Esa nueva generación de baterías será decisiva para el salto en capacidad y también por su versatilidad para adaptarse a usos emergentes como los microdispositivos o la creciente demanda energética de tecnologías —blockchain, IoT, IA, analítica avanzada, computación cuántica…— cuya evolución desborda a las actuales baterías de ion-litio. De ahí la frenética carrera de los laboratorios. De momento los avances más tangibles mejoran lo que hay, como esta ingeniosa configuración de módulos convencionales para multiplicar la autonomía de vehículos eléctricos, y potencialmente de cualquier aplicación móvil o estacionaria.  Otras investigaciones intentan cortar las bridas que impiden a las grandes promesas tecnológicas convertirse en realidad. Entre ellas, el salto al litio-azufre tras descubrir cómo neutralizar su principal hándicap: la inestabilidad y su consiguiente degradación. Las basadas en el hierro también van superando sus límites tradicionales de baja eficiencia; algunas han logrado hasta 100 horas de almacenamiento y podrían resultar especialmente baratas. 

En esa línea de aprovechar materiales abundantes —sin tanta amenaza de cuellos de botella y precios disparados—, avanzan alternativas como la arena, el hormigón o los ladrillos que, gracias a las propiedades químicas del cuarzo o el óxido férrico que puede hacer de electrodo, podrían convertir a edificios o infraestructuras en baterías gigantes. Las últimas versiones de cemento dicen multiplicar por diez el rendimiento de las anteriores y las de ladrillo anuncian 10.000 ciclos manteniendo un 90% de eficiencia energética. Algunas térmicas de arena, como la acelerada en Finlandia para liberarse del gas ruso, podrían conservar temperaturas de 500º C durante meses para generar electricidad. En esa misma especialidad de dispositivos que almacenan calor para producir vapor de agua y mover turbinas, también progresan las de sales fundidas calentadas con energía solar. 

Los laboratorios experimentan materiales alternativos al finito litio, como el óxido de zinc-manganeso (el MIT le llama “batería de melaza” por su aspecto), bromuro o incluso polímeros orgánicos en lugar del exclusivo vanadio para las baterías de flujo. Otros materiales cotidianos ayudarían a cubrir parte de la demanda: por ejemplo las cáscaras y membranas de huevo que aportan calcita como electrodo y, según sus desarrolladores, mantienen un 92% de eficiencia durante 1.000 ciclos de carga. Algunas promesas implican procesos disruptivos, por ejemplo la Flower Battery española, basada en papel biodegradable para alimentar dispositivos y sensores en la agricultura de precisión. No es la única, otra imprime diminutas placas de metal sobre celulosa e incorpora bacterias exoelectrógenas capaces de transmitir electrones. 

El MIT también ensaya baterías que imitan procesos naturales —biomímesis— de almacenamiento de energía como las fibras musculares, a partir de esferas y nanocables de carbono. Además ha presentado un prototipo térmico que almacena calor para producir electricidad; se trata de una celda de apenas 1 cm2 y con un 40% de eficiencia que enfrenta el gran reto de su producción industrial competitiva para aplicarse en centrales eléctricas. Si este tamaño parece mínimo, una universidad alemana promete microbaterías de 0,04 mm2 con electrolito sólido que podrían alimentar nanoprocesadores o nanorobots de usos industriales o sanitarios.

Cuando tantos investigadores persiguen un objetivo común, aumentan las posibilidades de que irrumpa una vieja alidada de la ciencia: la casualidad. Así ocurrió en la Universidad de Irvine, California, que, al ensayar de forma aleatoria un gel para recubrir nanocables, descubrió cómo resolver su extrema fragilidad y pudo enfocarse en otro objetivo estratégico: sustituir el oro de los nanocables por un metal mucho más abundante y asequible.

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